Ser poeta es una manera de observar, de darse cuenta de las cosas, de verlas de otra manera. Un buen poema mira de cerca al mundo; logra ese raro milagro que es verlo por primera vez. Todos los demás placeres (la carga emocional, el deleite lírico, el placer intelectual) son añadidos. El poeta, traductor y crítico literario Juan Andrés García Román (Granada, 1979) sugiere algo parecido en su ensayo “Neorromantizar: una poética de la necesidad”, cuando sostiene que los poemas tratan de captar una realidad que está más allá del lenguaje, lo que él denomina “un rezo, una súplica, un ay”.
Ser poeta es una manera de observar, de darse cuenta de las cosas, de verlas de otra manera. Un buen poema mira de cerca al mundo; logra ese raro milagro que es verlo por primera vez.
Lo extraño de estas dos manos mías sobre el teclado, esta silla, esta mesa. La poesía quiere y debe dar fe de ello. Los lectores pasan las páginas de una novela para saber qué pasa, pero nadie lee un soneto para averiguar qué sucede en el último verso. Se lee por la propia experiencia de la lectura. Lo único que sucede en una silva es su estilo. O, como dice el autor de La adoración (2011), “L’ecriture, autista, no conecta con nada que la exceda, nos lleva por un pasillo deslumbrante a morir con el arte, a morir todas las veces que el artista muere en sus poemas isla. Remite siempre al individuo como excepción del lenguaje”.
Sostiene Emily Dickinson que “un poema es un hogar que ha de ser perseguido”. Un poema no debería entregar todos sus secretos a la vez; hay que demostrar empeño. El escritor es un ciudadano de a pie, no uno de segunda; García Román concluye que la escritura “tiene que volver a ser, quizás hasta por desmonte, una función, una koiné. Todo poema tiene que querer pertenecer a una (gran) poesía”. Hoy que las lecturas son eventos de Facebook, el interlocutor obtiene la respuesta de su público al momento. Se ha instaurado la antítesis del artefacto perfecto, ensimismado, de la composición como un ente pulido. El mensaje lo justifica todo. El poema es sólo un vehículo para la comunicación. Y no es poco.
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